viernes, 5 de octubre de 2007

PROHIBIDO ALIMENTAR A LOS ANIMALES.

Después de una semana de trabajo, carreras (y a veces ambas cosas a la vez), llegamos al sábado y decidimos salir a cenar, pasando un rato de charla y comida agradable en un ambiente tranquilo.
Nos dirigimos a la que probablemente sea la mejor pizzería (aunque realmente deberíamos decir restaurante italiano) de Gijón: Pasta nostra. Nos acomodamos en la zona de no fumadores ('separada' de la zona de humos por una puerta abierta de par en par, pero ese tema dejémoslo correr).
En una mesa en la esquina del local hay tres especímenes humanoides de talla reducida, que parecen estar allí sin vigilancia de ningún adulto, traílla ni bozal. Sus edades parecen abarcar desde los 14 de la mayor (vestida con un gusto tendente a cero) a los 4 años de la menor.
Comenzamos a charlar, pero de tanto en cuando nos perturban por las carreras de alguno de esos humanoides que, poniendo en peligro a los camareros (que tratan el problema con todo el tacto que buenamente pueden y muuucha cintura), su carga y a todo aquel que se les interpone, van y vienen a la zona de fumadores, donde descubrimos a dos parejas que, aparentemente, son los progenitores de los monstruitos.
La cara de la pareja que está sentada en la mesa junto a los abortos es un poema en honor a la paciencia, y es evidente que todos en ese recinto estamos con un ojo (o un oido los que les damos felizmente la espalda) puesto en esos crios.
Eso sí, los padres, a unos escasos 6 metros de distancia se contentan con mirar de cuando en cuando y seguir a lo suyo. Acuden un par de veces cuando el escándalo es ya excesivo para imponer 30 segundos de calma. Ni siquiera se inmutan cuando los vasos acaban vertidos sobre la mesa, derramándose en el suelo. Sí lo hacen cuando se rompe uno, no vaya a ser que las criaturitas les chafen la noche teniendo que acabar en urgencias por un corte.
La escena es indescriptible y baste decir que, cuando tras media hora los adultos y sus crías abandonan el local, el amasijo de servilletas y restos de comida sobre la mesa, y la suciedad bajo ella hace que esa mesa quede vacía durante el resto de la velada, con una fregona apoyada a su lado.
Por fin, la calma.
No entro a censurar a los gerentes del local, que no impidieron que esa clase de ganado entrase en su local ni atajaron inmediatamente los desmanes poniéndolos de patitas en la calle.
No voy a culpar más de la cuenta a las pequeñas bestias que hacen lo que están acostumbradas y consentidas a hacer a diario, aunque la primera reacción sea pensar que Herodes fue un incomprendido y un adelantado a su tiempo.
A quienes no puedo dejar de censurar y aborrecer son a los cernícalos de sus padres que, no contentos con demostrar que no saben imponer su -presupuesta- autoridad, muestran a las claras su completo desprecio a los demás desentendiéndose de lo que es su deber. Y desgraciadamente este tipo de animales no está en peligro de extinción sino todo lo contrario.

No hay comentarios: